lunes, 16 de agosto de 2010

Agua y cartón

Cuando el cielo fuera solamente cartón
Cuando todo: el cielo y tu alma fueran cartón,
el alma tuya, ese alma,

cuando la furia del agua te golpeara, loca,
haciendo del cartón un trapo que flamea,
cuando tu alma de cartón, mojada y leve, llamando
al mar su triste milagro,
como un manto piadoso
sobre el niño muerto
como limosna indecisa
como el padre pobre
como una madre,
con las manos del que pide acusando al pueblo
gritando el hambre a dios, al diablo, al hijo,
al hombre inútil a su lado,
cuando tu alma de cartón, como tu cielo,
con los ojos del mar llorando,
sobre el caballo muerto,
en el hombro gastado,
con las manos al cielo pidiendo, implorando una vez más, al cielo.

Estás con tu voz vencida, estás como un leño mojado,
el cielo te acompaña con su pálido cartón,
mojándote, despojándote, la nada es una, toda:
están así las cosas
el paraíso ha de estar en otra esquina
las luces aquí mueren con el atardecer.

Se deshace el cartón, como un cielo empobrecido,
viene, llanto, baja aquí, clava su agua ante mis pies
y deja sus ojos chorreando ante mis ojos.
Del agua al agua me enamoran
las gotas turbias, grises, el cartón herido.

Cuando venga el corazón, su temblor de hembra cálida,
cabalgada por cuatro vientos,
herida para morir,
abierto en dos
el pobre deslucido cartón de tus milagros
pobre corazón de mujer pobre y de cartón,
pobre desde el nacimiento mismo de la pobreza,
vendrá también el beso lento que recuerdo
llegará con él la máscara del consuelo,
y caerán, caerán los pájaros,
caerán como la lluvia,
vendrán en bandadas de muerte para ver tu beso o sostenerme,
o para dejarse ver con la muerte tras la muerte.

Pero no, y el viento hará remolinos con sus plumas
y el agua lavará lo que fuera de tu beso
o el recuerdo del agua en el sombrío sueño,
o la vaga marea cubriendo sus abiertos picos negros
al aire, con una palabra muerta, sobre su lengua y tiesa.

Quién llegará temprano a despintar el cielo,
a rasgar siquiera el cartón descascarado?
Cuando cielo fuera, dije,
cartón de harapos y paños rojos y tristes,
papel de cartas mentidas,
verías callar al viento
y al viento como una lengua caída,
como un mendigo a tientas
al viento, verías al viento.

Dale un puñado de hojas al hombre que pasa,
un canto leve,
un calzado para que llegue seco hasta su casa,
un palmo de arroz que calme el hambre de todos.

El cielo es puro cartón
en tu alma que aburre y espera algunos perdones,
picos negros te nombran en quietas lenguas secas,
hay plumas en el camino, hay húmedas muchachas
cargando cestos de ropa lavada en vinagre.

Sólo es nuevo para mí

(Chaitén - Chile, 2001)




Todo llora sobre Chaitén y sólo es nuevo para mí.
Llora la gente sin sombra
bajo la lluvia llamando
como llaman los niños que leen tu nombre
con sus voces menores,
con sus zapatos nuevos para mí.

En el monte, los coihues de los despeñaderos,
las algas que la playa pudre
llaman por tu nombre

y cómo te llaman
los peces ahogados en el musgo
en la espuma verde de los bosques
en la selva blanca que ahoga pescadores.

ventisqueros y toninas, el volcán insomne,
cisnes y anclas, botes muertos
se nombran con tu nombre para llamarte.

Cómo te nombra esta poeta Paulina Cisterna
y me pide otra vez los últimos versos con que te nombro.

A golpes de lluvia sobre el fuego
la cocina te llama en sus fogones
y el amor se cuece entre ajíes y pescados.

No la llames todavía no la nombres.
Si está lloviendo sobre Chaitén
donde la sombra se recoge
y la gente anda sin ella, como yo
y soy forastero aquí como en mi casa.

Bajo el cielo arriado a media asta en los faldeos,
por la calle despoblada que el mar vence,
pasa un hombre cabalgando por delante de los perros
que husmean mi nombre y el tuyo

Les silba lejos el hombre llamando
como te llama esta tristeza
y los perros acuden solidarios
y esta tristeza silba sola y para quién.

Salvo tu nombre, todo es nuevo para mí.

Muro

Al final, está siempre el muro.

adherido a su piel de ladrillos
mojado en lluvia
antes estuve aquí como estoy ahora,
viejo afiche de una fiesta suspendida
del circo que no llegó;
del frustrado “meeting”, por falta de público.

Bajo la lluvia estuve aquí antes,
contra el muro.
hasta aquí llegan a morir como ratas
y un marino,
pecados del alma.

Llegan condenados de cadenas arrastradas,
presagios del muro mojado
por la lluvia, ennegrecido en el hollín.

Muro al fin de estos pecados, caídos tras otro,
como piezas del juego inicial, final de partida.
Y sólo el agua golpeando en lluvia
la oscura piel con que cubro el muro a mi espalda.

En todo final es esta pared,
como el dios de la mano en alto,
inscripción del juicio final.

rezo de agua por mi falta, mi talento para el naufragio
mi suerte de adiós, mi cadavérico escombro.

Más allá del muro
la pared suelta sus culpas,
y lava el oficio en páginas de cal.
El aserrín no basta para el charco,
y el desagüe se lo carga.
Al cabo, alguien muere de otra manera.

Barros Blancos


Lo comparto por razones emotivas.Es un trabajo de taller, simplemente eso. Pero me resultó entrañable el viaje que me permitió hacer hacia mi infancia, desde la que partí para construir esta ficción.
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Hubo épocas en que la crisis y la magia  podían verse en el color de nuestros alimentos.
Yo soñaba que mi infancia era blanca.

Pequeñas gotas de grasa crepitan al caer sobre el fuego de la estufa cada vez que el padre remueve los trozos de carne en la churrasquera.
La semana anterior, un temporal de nubes verdes y rayos azules volteó la antena de la televisión. Por eso esta noche la cena de churrascos se prepara igual que siempre, como desde antes que el televisor ocupara su lugar en el living, donde ahora permanece apagado, con su párpado verde-inmóvil; acaso hasta un poco más chico de lo que aparentaba; y cubierto por una carpeta de hilo al crochet sobre la que se apoya la imagen de la Virgen que aplasta una serpiente sobre el globo terráqueo.
En las paredes, las sombras de agrandan o achican, aparecen, se desplazan, desaparecen.
Todos los ojos miran el fuego como se mira un abismo; o como miran al suelo desde el borde del techo de la casa cada vez que suben a orientar la antena de la televisión.
Pero ahora que llueve afuera, todos están silenciosos y absorbidos en el fuego; excepto el padre, que rompe el sortilegio acomodando la carne sobre la churrasquera.
Cuando termina, ese padre se aparta de la estufa y sin dejar de mirar el fuego, por primera vez, le pide a su hijo mayor que acomode las brasas.
--  “Si sigue lloviendo así, toda la noche, el Lituano no va a venir mañana. No va a cruzar el arroyo”, dice el padre pensando en el día siguiente y en lo que desayunarán sus hijos más chicos.
Por entonces, yo sabía que la leche era verde.

Faltaban todavía un par de años para que alguien llegara a la luna, y por lo tanto, un arroyo crecido podía dejar a una familia sin leche.
El Lituano había llegado de Europa con la resaca humana que la guerra desparramó por el mundo. Quién sabe de qué manera se hizo de una chacra en medio del monte de eucaliptos, pasando el arroyo. Ahí tenía dos vacas y ocho perros.
Ordeñaba a la madrugada y al alba salía para el barrio: empujaba una carretilla donde cargaba dos enormes damajuanas de diez litros, cada una repleta del líquido verde.
En verano, cuando arreciaba el calor, cubría las dos damajuanas con un par de arpilleras mojadas.
Pero en esos días de lluvia, no. No hacía falta.
Calzaba botas enormes de caña alta, demasiado para su baja estatura. Porque el Lituano era reducido. Reducido y encorvado. Quizá por el peso de la carretilla, de algún recuerdo de la vieja Lituania.
Visto así, parecía un duende mugriento. Un gorro de paño con vicera que debió llegar con él tras la guerra. Un saco de paño. Calvicie, zurcos más que arrugas.
Olía a bosta de vaca. Siempre.
Siempre llegaba por casa a eso de las nueve de la mañana.
“¡Pichinangu!”, exclamaba por la ventana; “¿No te casaste todavía, Pichinangu?”.
Me llamaba de ese modo, nunca sabré por qué. Quizá fuese su modo de decir gurí, o botija en lituano.
Nunca hablaba de Lituania. Nunca mientras estuviese sobrio.
Pero al terminar su reparto de aquella leche, que entonces era verde, el Lituano hacía su puntual parada en el boliche de Baubetta.
Vedado para los más chicos, conocí ese boliche cuando comencé a trabajar en él, a los ocho años, acomodando marquillas de cigarrillos sin filtro y paquetes de tabaco.
Allí el Lituano se apoyaba al mostrador y permanecía quieto hasta tres horas después.
Primero, un espinillar, bebida blanca. Fuerte. Después comenzarían a desfilar las cervezas.
Cuentan que una vez fue desafiado por un alemán a tomar cerveza. Que fue allí mismo, en lo de Baubetta. Que de una sentada se bajaron ocho cajones de doce botellas. El alemán quedó desmayado pero sin moverse de la silla. El Lituano se paró sólo para ir a orinar.

Acodado al mostrador en lo de Baubetta, sólo, sin otro parroquiano alrededor, cierta vez el Lituano comenzó una murmuración. Pude escucharlo semioculto tras de estante del tabaco, mientras llevaba un atado de Artigas a mi nariz y aspiraba el olor que aquellos hombres ruinosos y míticos tenían en sus ropas.
Murmuraba en un idioma extraño, que hoy recuerdo como un lamento, o una rogativa, o un conjuro. La cabeza reclinada sobre su vaso. Y una lágrima, o un moco pendía de su nariz.

En el barrio estaban también Don Hernández, nuestro primer linyera: flaco y alto como tacuara, cargado siempre bajo el peso de un sobretodo inmemorial, con su funyi indescifrable; y Don Soto, a quien le faltaba la mitad de su oreja izquierda porque, decía, se la habían comido las ratas en un barco en el que dio la vuelta al mundo como polizón.
Los dos, junto con el Lituano, fueron mis verdaderos reyes magos.
Pero, el Lituano, el más mago de los tres.

Había que verlo en su liturgia. Había que descubrirle su misterio; contemplar la alquimia de sus dedos y el poder de sus palabras en lituano, lengua antigua, supe después; la más antigua de las antiguas en Europa.

Fue una mañana para finales de agosto. Lo recuerdo. La escarcha no aflojaba, pero el sol traía algo de la primavera por los alrededores. Sobre el antepecho de la ventana de mi dormitorio, siempre lo aguardaba el jarro de latón.
Sin que lo supiera, esa mañana lo observé por la mirilla de las persianas: llegó con las damajuanas ya casi vacías. Enormes botellones de vidrio, cubiertas hasta dos tercios por cestos de mimbre. Y en su interior, jugueteando con el zarandeo de la carretilla la leche espumosa y verde. Casi alegre.
Bajo mi ventana, el lituano, con su cigarro armado a un costado de la boca, echa para atrás su gorra de paño. Toma una de las damajuanas, apoya un pié sobre la rueda de la carretilla, y a su vez la damajuana sobre su pierna. Con la otra mano sacude el jarro de latón, para quitar las hojas que el viento pudiera haber dejado allí.
Acerca el jarro a la damajuana y comienza su ritual. La magia transmutadora.

Entonces, del abdomen profundo de la damajuana, la leche, verde, espumosa, espesa comienza a volcarse hacia el grueso pico de vidrio, mientras una especie de canción, una melodía nasal; un conjuro mezclado con humo de tabaco Artigas y el vapor de su aliento en la helada mañana, realiza su hechizo: como de un pecho purísimo, la leche comienza a brotar, blanca.
Blanca sí, como si fuera la Virgen que, apaciguada ya su furia con la serpiente, se volviera hacia el mundo y nos ofreciera sus pezones cargados.
Blanca. Como la harina, antes del sorgo; como el azúcar antes de la crisis.
Blanca. Como
el uniforme que ese padre, ahora mirando el fuego, vistió por la mañana, cuando resignado debió regresar al Frigorífico.
Había quebrado la huelga.

Cuando Llanos y los vientos

Como todos los demás conductores, el de aquél automóvil comprendió que había llegado a ese pueblo cuando ya estaba saliendo de él.
Así era con todos los que pasaban por Llanos, el pueblo en cuestión, sin detenerse jamás.
El Viejo Lamas trató de despejar la polvareda sin molestarse en seguir el vehículo con la mirada: sabía que eso era todo lo que dejaban los autos. Polvo.
Sentado al frente de su casa, en un sillón desvencijado, entre jirones descoloridos de tela gruesa y oxidadas tachuelas dispersas, vestigios apenas conservados tras largas jornadas la intemperie, el Viejo Lamas se dejaba esperar. Esperar.
Acaso este viejo era lo único que Llanos tenía de singular. Siempre sentado allí, bajo la sombra de un pobre álamo que desesperaba en sus intentos por reverdecer después de tantas caprichosas y antiguas talas; solitario en la única calle del pueblo. A su miserable reparo, el Viejo Lamas urgía al tiempo detenidamente y esperaba, con los ojos condenados a la perpetuidad de la distancia.
Fuera de esto, Llanos no era un pueblo diferente a otros de aquella región. Como ellos, casi no era un pueblo, sino un sarpullido de casas a lo largo de una calle sola; pueblos que en otro tiempo, cuando las promesas del tren y las ovejas, tuvieron sus razones para ser. Épocas en las que había estancias donde trabajar. Mucha hacienda tuvo su buen pasto. Mucha lana se juntaba en los galpones. Mucha era, también, la carne.
Por entonces, hubo hombres que cansados de malvender sus brazos en las zafras del norte, o de arriesgarse por un alijo de contrabando en la frontera, prefirieron quedarse en el lugar. Y levantar allí su rancho, aunque después –soñaban- una casa; buscar mujer para lo necesario, es decir, comida caliente, ropa limpia y lo demás. Como lo había hecho el Viejo Lamas.

Lo cierto es que, por esa imperturbable fatalidad que acompaña a estos pueblos desde sus cimientos, como el hombre más vigoroso lleva en sus células el sello inexorable de la muerte, pasado el tiempo, con los hijos de los hijos, también se fueron las suertes. Y las promesas del ferrocarril se murieron como promesas; las estancias perdieron sus pasturas; alguna que otra helada matando corderos. Alguien habló de sobrepastoreo y desertización. Pero si la tierra era buena, ¿cómo no se iba a poder echar ganado allí? Pasto hubo siempre, pero ahora… La tierra desollada. La piedra desnudó al pasto y los sauces apenas conseguían amontonarse bordeando el lecho frágil de un arroyo cercano.
Pocos muertos tuvo Llanos, y los que murieron descansan en el cementerio de La Toma, el pueblo grande de la región, a unas cuarenta o cincuenta leguas al norte. Aunque se supo de alguna noche en la que el fuego ahorró trabajo a los gusanos, en los cañadones, adentro. Pero a pocos preocupaba eso de morirse. Apenas alcanzaba con vivir. Con esperar.

Es difícil saber cuándo el Viejo tomó por costumbre salir al frente de s casa y quedarse allí sentado, esperando.
Aseguraban que al comienzo de la sequía el Viejo decidió esperar sentado a que lloviera. Tanta determinación en un hombre sólo podía surgir de una profunda fe. Mas el Viejo Lamas desconocía siquiera el agua bendita y toda trascendencia era aprisionada entre la primera orina de la mañana y el saludo último de algún vecino por la tarde, entrando ya en la noche.
No. Su presencia allí devenía en insolencia; en desafío a los elementos. El desaliño dormido en su vestimenta, y los testimonios de la intemperie en su rostro resumían la vaguedad histórica de la aldea; tenía un párpado caído como un papel ajado sobre su ojo inútil. Con él, se dijo, podía leer en el aire el tiempo que faltaba para la lluvia. En realidad, todo Llanos respiraba tranquilo cuando el Viejo ocupaba su lugar bajo el álamo, sobre el sillón desvencijado, al frente de su casa, casa día por la mañana. Por fe o prepotencia, mientras él estuviese allí, quizá la lluvia volviera. Y con ella el pasto, y las ovejas, y la promesa del ferrocarril.

En ocasiones, para matizar la espera del Viejo, alguna mujer (en los últimos tiempos fue siempre la misma) le arrimaba un plato de comida; mientras que por la noche cuando los hombres regresaban de buscar changas o de “cazar” alguna oveja, lo mandaban a dormir, para que mañana pueda levantarse temprano, viejo, le decían.
Los perros del lugar pasaban en yunta corriéndose unos a otros y apenas reparaban en su presencia. Correteaban a su alrededor, entre sus piernas, lanzándose tarascones entre sí, o husmeándole los tobillos, para luego seguir con sus correrías por lo largo de la calle. Algunos se demoraban con la pata levantada junto al sillón y luego salía disparado entre ladridos, buscando a sus compañeros. El Viejo tampoco parecía advertir la tromba canina. No era a ellos a quienes esperaba, sino a la lluvia.
Habían pasado varias décadas desde que las últimas lluvias cursaron lujuriosas sobre un Llanos que por entonces se prometía eterna prosperidad. Ahora, las grietas urdían una trama polvorosa sobre la que todo el pueblo anudaba sus últimos momentos, abarcando casas, piedras y chapas, hasta confluir en los pliegues de piel reseca que se acumulaban bajo los ojos del Viejo Lamas.

No obstante lo fugaz de su jornada final, Llanos conoció su última tarde. Fue aquella en la que los últimos hombres que aún perduraban en el pueblo habían regresado temprano, con las manos limpias del que no ha conseguido conchabo. La tarde en que las ocho mujeres únicas de Llanos con sus críos, veintitrés en total, vieron que el cielo se cargaba de violeta y el pueblo de quietud. Hacía ya dos días que lo perros se ausentaban; ni siquiera los más fieles o falderos dejaron escuchar sus ladridos. Las chicharras, los grillos y todo el escaso bicherío, con su ausencia, cedía rincones al silencio. Sólo el polvo, levantándose en paredes que agredían al horizonte, mantenía su autoridad.
Algo más que las sombras de las mujeres y los hombres se movía inquieto dentro de las casas.

No es difícil imaginar cómo pasó.
La calle abierta a su costumbre, entregada al polvo y al calor por años, no alcanzó a protegerse El primer viento llegó y la recorrió entera; un aliento del infierno. Las hojas del álamo, las pocas que ese verano se animaron, despeinaron su tranquilidad con aquel lengüetazo de polvo caliente. Bajo el árbol, el Viejo Lamas miró en dirección al viento y suspiró.
El segundo viento trajo consigo el rayo. Cayó detrás de los molles, más allá de las casas. Las piedras más grandes se partieron con él y de la tierra brotó más tierra.
El tercero ya no fue viento. Volaron los techos precarios y también los más firmes. Las paredes cayeron como sentencias sobre las gentes y chapas de diverso origen decapitaron todo lo que de humano hubiera en las calles huyendo de las paredes.
Cuando ese puñado de aire enloquecido llegó hasta la casa del Viejo, se alzó en remolino y arremetió contra ella sin encontrar resistencia. La pared del frente se desplomó hacia la calle, pero sólo la mitad alcanzó el suelo. La otra mitad quedó recostada sobre el antiguo tronco del álamo bajo el que aún permanecía sentado el Viejo Lamas.

No hubo piedra que soportara a otra ni madera que obedeciera a sus clavos. La calle, estremecida en su sed, se abrió entera y sumó piedras al pedregal.
Tras el viento, la lluvia definitiva cabalgó sobre el polvo y lavó los ojos del viejo. El agua resbalaba sobre el terroso sillón, afiló ruinas entre las paredes, para ahondar luego mortalmente las huellas de la calle.

El viejo, entonces, se puso de pie bajo la lluvia y bosquejó un desperezarse. Entró sin apuro a los restos de su casa y buscó entre chapas y piedras hasta encontrar un sombrero de paño de color ciertamente oscuro. Lo sacudió contra su pierna, atravesó nuevamente lo que antes fuera el umbral de la puerta y, ya en la calle, se lo encasquetó con un dejo de elegancia, pasando sus dedos por el ala roída. Contempló la calle en ambas direcciones, juntó las manos en su espalda y se encaminó hacia la salida del pueblo. La cabeza gacha y el paso lento.
Sobre él, la noche caía copiosa.

Destino Distante (Cuento)



Atilio Forlán había muerto ya muchas veces, pero aquella sería la última muerte de su vida.
Nada le inquietaba más en esos últimos minutos de cada muerte suya que la posibilidad de volver a la vida para repetir una a una cada milésima de todos los segundos previos a cada muerte suya.
La muerte de Atilio Forlán sucedía invariablemente a la misma hora, en el mismo lugar.
El comienzo de la tragedia lo encontraba al volante de su Chevrolet 57, transitando un camino sinuoso, abierto como a hachazos en la ladera rocosa y colgando sobre un oscuro lago ubicado en algún punto entre Esquel y Cholila.

Las condiciones del lugar eran exactamente propicias para una muerte. Siempre las mismas cada vez: ripio y tierra el camino, barro helado de tanto en tanto, nevisca sucia sobre los cristales del vehículo; el viento omnipresente y el día que se llevaba consigo las últimas luces.
Atilio Forlán sabía que su muerte nacía de un error de orientación. Un desvío incorrecto acababa por llevarlo inefable a su destino de cadáver.
Imposibles de hallar carteles indicadores en ese camino -si los había-, en medio de aquella tormenta que transformaba su entorno en un gigantesco telón de palidez premonitoria.
Algo que parecía una huella...; tal vez aquél pueda ser el mojón...; acaso éste sea el árbol antes de la curva...
Nunca encontró el camino correcto, pero siempre, con infinita precisión, Atilio Forlán terminaba en el fondo de aquél cañadón con la Chevrolet 57 partida en dos sobre su cuerpo. Su cuerpo también partido.
Sólo la nieve apretada contra sus sienes le permitía sentir el pulso caliente de su sangre, cada vez más lento, leve, susurrante, hasta que sus pensamientos se convertían simplemente en frío.


Con rara puntualidad el estruendo del subterráneo saliendo por la boca del túnel resucitó a Tomás Infante que permanecía al borde del andén, apoyando su mirada sobre los rieles húmedos y engrasados, su abrigo colgando del brazo en que también cargaba el maletín, y en su otra mano el paraguas cerrado como un cormorán negro y de incomprensible destino, permanecía cerrado en su otra mano,  a pesar de la lluvia que transpiraba la ciudad algunos metros más arriba, sobre la superficie, con rumor de multitudes sólo acallado por la estrepitosa aparición del convoy.
No era él quien ingresaba en el vagón del subterráneo, sino el recuerdo de su cadáver. La sofocación y el traqueteo lo devolvían a esa presunción de la vida. Con la sola certeza de que todo volvería a comenzar mañana al cabo de otra jornada de trabajo.
Cada día el escenario parecía “atrezzado” para su muerte, y como un actor resignado a la rutina, Tomás Infante representaba la tragedia sin oponer resistencia, advirtiendo quizá que el final de aquella historia se hallaba escrito en tinta indeleble.
Descendía las escaleras en la estación San José, y dejando atrás los molinetes llegaba hasta el andén -maldita sea la hora- vacío como de costumbre. Sus pasos, más tarde o más temprano, lo abandonaban en un extremo de la estación, donde comienza el túnel por el que llegará el convoy de vagones, chirriante, veloz, larva voraz.
Allí se quedaba esperando su tren, tieso sobre el borde. La fatiga del trabajo le amortajaba los ojos y el rumor lejano de la superficie, completaba la metamorfosis.


El fatigado motor de la Chevrolet 57 ocupaba ahora todo el silencio que Atilio Forlán cedía en su afanosa concentración para no errar el camino esta vez.
Como en cada ocasión, se aferraba al volante avanzando muy lentamente por el cerrado camino del invierno sureño. Los faros de la Chevrolet encendidos apenas herían la nevisca, los ojos atentos para no perder la escasa huella que aún podía verse bajo el manto de nieve. Porque Atilio Forlán no quería seguir muriendo.
“- ¡Ahí!, ¡Ese es!, ¡Ese tiene que se el desvío!”.
Un giro a la izquierda. Pocos metros avanzando despacio...
Pero no. El blanco de la nieve se vuelve en negro de abismo y otra vez a rodar hacia el fondo del cañadón, para quedar con su Chevrolet 57 partida en dos sobre su cuerpo. Su cuerpo también partido.

Resulta extraño, pero no hay dolor. El fastidio surge antes, ya que ni siquiera la ira tiene lugar cuando se ha muerto tantas veces. De nada sirve preguntarse  "¿por qué otra vez?". Es más urgente explicarse cómo evitarlo.
No hay dolor, es cierto, pero en medio del frio y de la nieve que se comprime contra su rostro, cierta humedad cálida y dulzona le permite adivinar sangre brotando en alguna parte de su cuerpo.
Aun sin proponérselo, arribaron a su confusión imágenes previas al desbarrancarse. Imágenes amables de una mujer como querida que le hablaba apoyada en la puerta de su Chevrolet, mientras unos niños, que podrían ser dos o tres corrían a su alrededor jugando con el frío que él querría evitarles; y los despedía haciendo sonar la estridente bocina de su Chevrolet.
La luz de su recuerdo era una luz gris y la mano que se acercó al rostro de aquella mujer, y que debió ser su mano, también le pareció gris.
Nunca antes en sus otras muertes había tenido estos recuerdos. Siempre la vida se le apagaba en los primeros minutos. Acaso -pensó entonces- no fuera ésta una más de sus muertes. Por el contrario, se dijo, esta vez podría resistir y evitar su sino trágico. Esto despertó en Atilio Forlán esperanzas innesesarias: porque aquella -estaba escrito- debía ser su muerte última.

No alcanzaba a comprender si estaba totalmente dentro o totalmente fuera de su Chevrolet, pero aún en medio de la oscuridad percibió que el volante y otras partes de su  vehículo se encontraban cerca de su mano pero no lo suficiente como para asirse de ellas.
Vanamente esperanzado, buscó mantener su mente ocupada mientras encontraba la forma de liberar su cuerpo atrapado bajo la Chevrolet 57. Intentando evocar el rostro de aquella mujer halló el del hombre que lo ayudó en el almacén de Esquel a cargar vicios y otros viveres en la camioneta para regresar luego a la soledad del paraje en que habitaba. Con él habían comentado sobre el estado del camino, pero alguna razón incomprensible le obligó a mantenerse optimista. Luego no pudo evitar su pánico al comprender que la mujer que lo esperaba junto a los hijos era la suya. Y que ellos quedaban solos, siempre después de cada muerte suya.
Como nunca, percibió los olores del bosque; el crujir de los cipreses agitados por el viento y al viento desmelenándose de nieve en todas partes.
Por un momento creyó escuchar un sonido como de agua. Supuso estar cerca del lago y supuso escuchar las olas agitadas por la tormenta.  Volvió a concentrarse en otros rostros pero el sonido regresó con insistencia como si una ola rompiera más cerca, y rodara más largamente. Esta vez prestó atención. Podría ser útil saber qué distancia lo separaba del lago y deducir entonces una probable ubicación.
No quería especular con ello, pero cada nuevo pensamiento, acrecentaba un poco más la esperanza de torcer su destino de muerto a perpetuidad.
El murmullo regesó ahora con mayor precisión. No. No se trabata de una ola; no eran siquiera ruidos de agua... Aquello era un motor.
Atilio Forlán quiso levantar su cabeza pero un dolor punzante le iluminó los ojos sin que pudiera abrirlos  y  soltó un alarido. No se permitió desfallecer sin embargo.
Si en verdad aquello era un vehículo que se acercaba, él debía llamar su atención. No le preocupó que por momentos se oyera nada más que el viento. Seguramente las laderas de los cerros impedían que aquél motor pudiera escucharse con claridad.
Confirmando su razonamiento, el dificultoso ronronear de un motor volvió a escucharse, pero esta vez sin dar lugar a dudas.
Venciendo al dolor, Atilio Forlán consigue girar su cabeza en dirección al sonido.  Sus ojos apenas entreabiertos perciben un haz de luz allá arriba del barranco, que se desplaza iluminado lentamente rocas y árboles,  y lentamente pasa devolviéndolos a la oscuridad.
Atilio Forlán sabe que tiene una única oportunidad. Su mano busca a tientas la bocina de la Chevrolet pero no la alcanza. Nuevamente el dolor lo deja al borde de la locura, pero no debe detenerse pues esa bocina puede ser su salvación.
Logra deplazarse unos centímetros y le parece que el cuerpo se ha separado en dos mitades.  Aún debe hacer un nuevo intento para alcanzar la bocina y deberá usar sus pies para impulsarse. El ruido del motor se aproxima y su cuerpo debe estirarse un poco más. La bocina está allí a pocos milímetros de sus dedos. Consigue mover un pie vital y  con él impulsar su cuerpo en un envión desesperado y sin regreso hasta alcanzar la bocina... ya está, ya casi lo consigue. Todo es sonido y estruendo.
El motor que se acerca es implacable, veloz, chirriante. La bocina es una bocina y es una humanidad de gritos a un tiempo. La oscuridad del cañadón no es tal ahora, sino las luces cegadoras del subterráneo que se le viene encima.
La mano de Atilio Forlán no se aferra ya a la bocina; ahora es el paraguas que Tomás Infante agita con desesperación buscando recuperar el equilibrio perdido al borde del andén.
Pero aquél impulso  de su pie vital ya no tiene regreso.

Acerca de Último Paisaje (Crítica)


Dijo Giovanna Recchia:

Si es que un último paisaje existe, está ahora entre mis manos. Último paisaje[1], de Gustavo De Vera aparece  ante mis ojos en esta deriva. Se delinean sus versos en el horizonte. Hacia allí voy.
Me recibe una voz que dice  “soy el último de mis paisajes/ y mañana habré de mudarme…”. Voz que es paisaje en mudanza,  el último pero a la espera de un próximo: es el movimiento mismo.
Es allí donde encuentro versos que me llaman: “niño con su balde/  No se hacen castillos con arena del volcán./ Esa madre milenaria/ la arena del cerro/ es el rastro de una fiesta / celebración del cosmos/ parturiento de este suelo” .  Respondo al llamado  transcribiendo el poema. La computadora me señala en rojo el último adjetivo; y sugiere parturienta. Y comprendo que en ese movimiento, en ese “corrimiento” está la poesía: pare el cosmos, pare un él… es lo masculino lo que da vida. Y lo hace, dejando la señal de la arena, esa “madre milenaria”. La voz poética disloca las convenciones. Invierte y reúne.
Lo mismo ocurre con otros versos, como este que rescato al azar, por el sólo gusto de paladearlo: “Algún triste será niño esta tarde”.
La niñez reaparece, se escabulle continuamente en los poemas “Mientras tanto, / tengo cinco años / y esta certeza del mar/ cuidándome desde su vértigo”. Y reaparece el mar, recreado su ritmo en las palabras a partir de la aliteración: “No he zarpado por las noches/ y en la leva del ancla trepa un fuego a esperar./ Miro solamente/ como el muelle mira/ y la marea/ miente por volver/ Si me atrevo a la mano como amarra/o me atrevo/ a la mano/ como viento/ quedaría una costa a mis espaldas/ quedaría el margen seco pasado”(leer estos versos en voz alta es participar de la música marina).
Si es este un último paisaje, nos queda la convicción de que es relativo ese adjetivo, tratándose de poesía: el último, en la deriva, es el paso para el próximo: “Dejo el ancla a un costado./ No hay puertos donde abunda este tierral y los barcos/ me flotan intrusos de este viaje” .

Publicado en: "A LA DERIVA"
Revista Tela de Rayón 
Diario Jornada
2008 

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Dijo Claudia Sastre

Este poemario compuesto de 38 poemas que, según declara su autor, fueron compuestos a lo largo de los últimos veinte años, demuestra una gran madurez, exhibida en la calidad de los mismos.
Veinte años le llevó al poeta esquelense culminar su libro, darle su forma definitiva, parirlo; pero no es el fruto tardío de un aficionado, ni de un jubilado que por no tener más que hacer edita un libro, no. Este es el fruto sumamente conciente de un laburante de la palabra, de un escritor con oficio. No es Gustavo De Vera ni por asomo un poeta de fin de semana. Quienes lo hemos conocido sabemos que su bajo perfil, su escasa verborragia y su cierto pudor al mostrar su obra, que no son una postura, un gesto de falsa humildad.
Esa mirada, por momentos discreta, sencilla, no elude lo ríspido, lo difícil y lo duro de la aventura cotidiana. Cuidadoso en el decir su poesía, provoca desde la contundencia y precisión. Imágenes veloces, en un tono medido, son efectos bellos e inesperados en este poemario, que se disfruta con el alma y con la mente. Porque lo mental del proceso de composición formal implica lo emocional, lo sensible. No es para mí una sorpresa la calidad de su poesía, si lo es el armazón, la composición formal del poemario, donde no hay poemas “flacos” esos poemas que uno siente que rellenan. Forman un todo increíblemente parejo.
Una muestra más de la excelente poesía que se está escribiendo en la Patagonia y que se integra a un corpus que da que hablar, y que en el futuro dará más aún. La combinatoria de tono y contenido es excelente y en el poema donde mejor se muestra es uno que puedo considerar de mis favoritos cuyo título es “Frío y masculino corazón”. Es un poema que está construido para ser leído en voz alta, y de ese modo consigue su mejor efecto, el mayor grado de disfrute estético.
Otro poema que logra conmover desde lo profundo y mostrar el abismo que conforma la dimensión humana se titula: “es cuando tu mujer desnuda”, y lo transcribo aquí para ustedes:
Es cuando tu mujer desnuda y borracha y llorando
y tendida sobre la mesa
te mira con ojos que preguntan “¿cómo pudiste?”
Y estás solo, con tus manos que no alcanzan.
Cuatro patas tiene el viento
y te sopla al corazón 


Claudia Sastre:
Poeta y Crítica Literaria.
en http://es.shvoong.com/books/poetry/1847049-ultimo-paisaje/

Pto. San Julián - Santa Cruz

[1] DE VERA, Gustavo, Último paisaje, Fondo Editorial provincial, Rawson, 2006