lunes, 16 de agosto de 2010

Barros Blancos


Lo comparto por razones emotivas.Es un trabajo de taller, simplemente eso. Pero me resultó entrañable el viaje que me permitió hacer hacia mi infancia, desde la que partí para construir esta ficción.
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Hubo épocas en que la crisis y la magia  podían verse en el color de nuestros alimentos.
Yo soñaba que mi infancia era blanca.

Pequeñas gotas de grasa crepitan al caer sobre el fuego de la estufa cada vez que el padre remueve los trozos de carne en la churrasquera.
La semana anterior, un temporal de nubes verdes y rayos azules volteó la antena de la televisión. Por eso esta noche la cena de churrascos se prepara igual que siempre, como desde antes que el televisor ocupara su lugar en el living, donde ahora permanece apagado, con su párpado verde-inmóvil; acaso hasta un poco más chico de lo que aparentaba; y cubierto por una carpeta de hilo al crochet sobre la que se apoya la imagen de la Virgen que aplasta una serpiente sobre el globo terráqueo.
En las paredes, las sombras de agrandan o achican, aparecen, se desplazan, desaparecen.
Todos los ojos miran el fuego como se mira un abismo; o como miran al suelo desde el borde del techo de la casa cada vez que suben a orientar la antena de la televisión.
Pero ahora que llueve afuera, todos están silenciosos y absorbidos en el fuego; excepto el padre, que rompe el sortilegio acomodando la carne sobre la churrasquera.
Cuando termina, ese padre se aparta de la estufa y sin dejar de mirar el fuego, por primera vez, le pide a su hijo mayor que acomode las brasas.
--  “Si sigue lloviendo así, toda la noche, el Lituano no va a venir mañana. No va a cruzar el arroyo”, dice el padre pensando en el día siguiente y en lo que desayunarán sus hijos más chicos.
Por entonces, yo sabía que la leche era verde.

Faltaban todavía un par de años para que alguien llegara a la luna, y por lo tanto, un arroyo crecido podía dejar a una familia sin leche.
El Lituano había llegado de Europa con la resaca humana que la guerra desparramó por el mundo. Quién sabe de qué manera se hizo de una chacra en medio del monte de eucaliptos, pasando el arroyo. Ahí tenía dos vacas y ocho perros.
Ordeñaba a la madrugada y al alba salía para el barrio: empujaba una carretilla donde cargaba dos enormes damajuanas de diez litros, cada una repleta del líquido verde.
En verano, cuando arreciaba el calor, cubría las dos damajuanas con un par de arpilleras mojadas.
Pero en esos días de lluvia, no. No hacía falta.
Calzaba botas enormes de caña alta, demasiado para su baja estatura. Porque el Lituano era reducido. Reducido y encorvado. Quizá por el peso de la carretilla, de algún recuerdo de la vieja Lituania.
Visto así, parecía un duende mugriento. Un gorro de paño con vicera que debió llegar con él tras la guerra. Un saco de paño. Calvicie, zurcos más que arrugas.
Olía a bosta de vaca. Siempre.
Siempre llegaba por casa a eso de las nueve de la mañana.
“¡Pichinangu!”, exclamaba por la ventana; “¿No te casaste todavía, Pichinangu?”.
Me llamaba de ese modo, nunca sabré por qué. Quizá fuese su modo de decir gurí, o botija en lituano.
Nunca hablaba de Lituania. Nunca mientras estuviese sobrio.
Pero al terminar su reparto de aquella leche, que entonces era verde, el Lituano hacía su puntual parada en el boliche de Baubetta.
Vedado para los más chicos, conocí ese boliche cuando comencé a trabajar en él, a los ocho años, acomodando marquillas de cigarrillos sin filtro y paquetes de tabaco.
Allí el Lituano se apoyaba al mostrador y permanecía quieto hasta tres horas después.
Primero, un espinillar, bebida blanca. Fuerte. Después comenzarían a desfilar las cervezas.
Cuentan que una vez fue desafiado por un alemán a tomar cerveza. Que fue allí mismo, en lo de Baubetta. Que de una sentada se bajaron ocho cajones de doce botellas. El alemán quedó desmayado pero sin moverse de la silla. El Lituano se paró sólo para ir a orinar.

Acodado al mostrador en lo de Baubetta, sólo, sin otro parroquiano alrededor, cierta vez el Lituano comenzó una murmuración. Pude escucharlo semioculto tras de estante del tabaco, mientras llevaba un atado de Artigas a mi nariz y aspiraba el olor que aquellos hombres ruinosos y míticos tenían en sus ropas.
Murmuraba en un idioma extraño, que hoy recuerdo como un lamento, o una rogativa, o un conjuro. La cabeza reclinada sobre su vaso. Y una lágrima, o un moco pendía de su nariz.

En el barrio estaban también Don Hernández, nuestro primer linyera: flaco y alto como tacuara, cargado siempre bajo el peso de un sobretodo inmemorial, con su funyi indescifrable; y Don Soto, a quien le faltaba la mitad de su oreja izquierda porque, decía, se la habían comido las ratas en un barco en el que dio la vuelta al mundo como polizón.
Los dos, junto con el Lituano, fueron mis verdaderos reyes magos.
Pero, el Lituano, el más mago de los tres.

Había que verlo en su liturgia. Había que descubrirle su misterio; contemplar la alquimia de sus dedos y el poder de sus palabras en lituano, lengua antigua, supe después; la más antigua de las antiguas en Europa.

Fue una mañana para finales de agosto. Lo recuerdo. La escarcha no aflojaba, pero el sol traía algo de la primavera por los alrededores. Sobre el antepecho de la ventana de mi dormitorio, siempre lo aguardaba el jarro de latón.
Sin que lo supiera, esa mañana lo observé por la mirilla de las persianas: llegó con las damajuanas ya casi vacías. Enormes botellones de vidrio, cubiertas hasta dos tercios por cestos de mimbre. Y en su interior, jugueteando con el zarandeo de la carretilla la leche espumosa y verde. Casi alegre.
Bajo mi ventana, el lituano, con su cigarro armado a un costado de la boca, echa para atrás su gorra de paño. Toma una de las damajuanas, apoya un pié sobre la rueda de la carretilla, y a su vez la damajuana sobre su pierna. Con la otra mano sacude el jarro de latón, para quitar las hojas que el viento pudiera haber dejado allí.
Acerca el jarro a la damajuana y comienza su ritual. La magia transmutadora.

Entonces, del abdomen profundo de la damajuana, la leche, verde, espumosa, espesa comienza a volcarse hacia el grueso pico de vidrio, mientras una especie de canción, una melodía nasal; un conjuro mezclado con humo de tabaco Artigas y el vapor de su aliento en la helada mañana, realiza su hechizo: como de un pecho purísimo, la leche comienza a brotar, blanca.
Blanca sí, como si fuera la Virgen que, apaciguada ya su furia con la serpiente, se volviera hacia el mundo y nos ofreciera sus pezones cargados.
Blanca. Como la harina, antes del sorgo; como el azúcar antes de la crisis.
Blanca. Como
el uniforme que ese padre, ahora mirando el fuego, vistió por la mañana, cuando resignado debió regresar al Frigorífico.
Había quebrado la huelga.

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