Como todos los demás conductores, el de aquél automóvil comprendió que había llegado a ese pueblo cuando ya estaba saliendo de él.
Así era con todos los que pasaban por Llanos, el pueblo en cuestión, sin detenerse jamás.
El Viejo Lamas trató de despejar la polvareda sin molestarse en seguir el vehículo con la mirada: sabía que eso era todo lo que dejaban los autos. Polvo.
Sentado al frente de su casa, en un sillón desvencijado, entre jirones descoloridos de tela gruesa y oxidadas tachuelas dispersas, vestigios apenas conservados tras largas jornadas la intemperie, el Viejo Lamas se dejaba esperar. Esperar.
Acaso este viejo era lo único que Llanos tenía de singular. Siempre sentado allí, bajo la sombra de un pobre álamo que desesperaba en sus intentos por reverdecer después de tantas caprichosas y antiguas talas; solitario en la única calle del pueblo. A su miserable reparo, el Viejo Lamas urgía al tiempo detenidamente y esperaba, con los ojos condenados a la perpetuidad de la distancia.
Fuera de esto, Llanos no era un pueblo diferente a otros de aquella región. Como ellos, casi no era un pueblo, sino un sarpullido de casas a lo largo de una calle sola; pueblos que en otro tiempo, cuando las promesas del tren y las ovejas, tuvieron sus razones para ser. Épocas en las que había estancias donde trabajar. Mucha hacienda tuvo su buen pasto. Mucha lana se juntaba en los galpones. Mucha era, también, la carne.
Por entonces, hubo hombres que cansados de malvender sus brazos en las zafras del norte, o de arriesgarse por un alijo de contrabando en la frontera, prefirieron quedarse en el lugar. Y levantar allí su rancho, aunque después –soñaban- una casa; buscar mujer para lo necesario, es decir, comida caliente, ropa limpia y lo demás. Como lo había hecho el Viejo Lamas.
Lo cierto es que, por esa imperturbable fatalidad que acompaña a estos pueblos desde sus cimientos, como el hombre más vigoroso lleva en sus células el sello inexorable de la muerte, pasado el tiempo, con los hijos de los hijos, también se fueron las suertes. Y las promesas del ferrocarril se murieron como promesas; las estancias perdieron sus pasturas; alguna que otra helada matando corderos. Alguien habló de sobrepastoreo y desertización. Pero si la tierra era buena, ¿cómo no se iba a poder echar ganado allí? Pasto hubo siempre, pero ahora… La tierra desollada. La piedra desnudó al pasto y los sauces apenas conseguían amontonarse bordeando el lecho frágil de un arroyo cercano.
Pocos muertos tuvo Llanos, y los que murieron descansan en el cementerio de La Toma, el pueblo grande de la región, a unas cuarenta o cincuenta leguas al norte. Aunque se supo de alguna noche en la que el fuego ahorró trabajo a los gusanos, en los cañadones, adentro. Pero a pocos preocupaba eso de morirse. Apenas alcanzaba con vivir. Con esperar.
Es difícil saber cuándo el Viejo tomó por costumbre salir al frente de s casa y quedarse allí sentado, esperando.
Aseguraban que al comienzo de la sequía el Viejo decidió esperar sentado a que lloviera. Tanta determinación en un hombre sólo podía surgir de una profunda fe. Mas el Viejo Lamas desconocía siquiera el agua bendita y toda trascendencia era aprisionada entre la primera orina de la mañana y el saludo último de algún vecino por la tarde, entrando ya en la noche.
No. Su presencia allí devenía en insolencia; en desafío a los elementos. El desaliño dormido en su vestimenta, y los testimonios de la intemperie en su rostro resumían la vaguedad histórica de la aldea; tenía un párpado caído como un papel ajado sobre su ojo inútil. Con él, se dijo, podía leer en el aire el tiempo que faltaba para la lluvia. En realidad, todo Llanos respiraba tranquilo cuando el Viejo ocupaba su lugar bajo el álamo, sobre el sillón desvencijado, al frente de su casa, casa día por la mañana. Por fe o prepotencia, mientras él estuviese allí, quizá la lluvia volviera. Y con ella el pasto, y las ovejas, y la promesa del ferrocarril.
En ocasiones, para matizar la espera del Viejo, alguna mujer (en los últimos tiempos fue siempre la misma) le arrimaba un plato de comida; mientras que por la noche cuando los hombres regresaban de buscar changas o de “cazar” alguna oveja, lo mandaban a dormir, para que mañana pueda levantarse temprano, viejo, le decían.
Los perros del lugar pasaban en yunta corriéndose unos a otros y apenas reparaban en su presencia. Correteaban a su alrededor, entre sus piernas, lanzándose tarascones entre sí, o husmeándole los tobillos, para luego seguir con sus correrías por lo largo de la calle. Algunos se demoraban con la pata levantada junto al sillón y luego salía disparado entre ladridos, buscando a sus compañeros. El Viejo tampoco parecía advertir la tromba canina. No era a ellos a quienes esperaba, sino a la lluvia.
Habían pasado varias décadas desde que las últimas lluvias cursaron lujuriosas sobre un Llanos que por entonces se prometía eterna prosperidad. Ahora, las grietas urdían una trama polvorosa sobre la que todo el pueblo anudaba sus últimos momentos, abarcando casas, piedras y chapas, hasta confluir en los pliegues de piel reseca que se acumulaban bajo los ojos del Viejo Lamas.
No obstante lo fugaz de su jornada final, Llanos conoció su última tarde. Fue aquella en la que los últimos hombres que aún perduraban en el pueblo habían regresado temprano, con las manos limpias del que no ha conseguido conchabo. La tarde en que las ocho mujeres únicas de Llanos con sus críos, veintitrés en total, vieron que el cielo se cargaba de violeta y el pueblo de quietud. Hacía ya dos días que lo perros se ausentaban; ni siquiera los más fieles o falderos dejaron escuchar sus ladridos. Las chicharras, los grillos y todo el escaso bicherío, con su ausencia, cedía rincones al silencio. Sólo el polvo, levantándose en paredes que agredían al horizonte, mantenía su autoridad.
Algo más que las sombras de las mujeres y los hombres se movía inquieto dentro de las casas.
No es difícil imaginar cómo pasó.
La calle abierta a su costumbre, entregada al polvo y al calor por años, no alcanzó a protegerse El primer viento llegó y la recorrió entera; un aliento del infierno. Las hojas del álamo, las pocas que ese verano se animaron, despeinaron su tranquilidad con aquel lengüetazo de polvo caliente. Bajo el árbol, el Viejo Lamas miró en dirección al viento y suspiró.
El segundo viento trajo consigo el rayo. Cayó detrás de los molles, más allá de las casas. Las piedras más grandes se partieron con él y de la tierra brotó más tierra.
El tercero ya no fue viento. Volaron los techos precarios y también los más firmes. Las paredes cayeron como sentencias sobre las gentes y chapas de diverso origen decapitaron todo lo que de humano hubiera en las calles huyendo de las paredes.
Cuando ese puñado de aire enloquecido llegó hasta la casa del Viejo, se alzó en remolino y arremetió contra ella sin encontrar resistencia. La pared del frente se desplomó hacia la calle, pero sólo la mitad alcanzó el suelo. La otra mitad quedó recostada sobre el antiguo tronco del álamo bajo el que aún permanecía sentado el Viejo Lamas.
No hubo piedra que soportara a otra ni madera que obedeciera a sus clavos. La calle, estremecida en su sed, se abrió entera y sumó piedras al pedregal.
Tras el viento, la lluvia definitiva cabalgó sobre el polvo y lavó los ojos del viejo. El agua resbalaba sobre el terroso sillón, afiló ruinas entre las paredes, para ahondar luego mortalmente las huellas de la calle.
El viejo, entonces, se puso de pie bajo la lluvia y bosquejó un desperezarse. Entró sin apuro a los restos de su casa y buscó entre chapas y piedras hasta encontrar un sombrero de paño de color ciertamente oscuro. Lo sacudió contra su pierna, atravesó nuevamente lo que antes fuera el umbral de la puerta y, ya en la calle, se lo encasquetó con un dejo de elegancia, pasando sus dedos por el ala roída. Contempló la calle en ambas direcciones, juntó las manos en su espalda y se encaminó hacia la salida del pueblo. La cabeza gacha y el paso lento.
Sobre él, la noche caía copiosa.
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