Nada le inquietaba más en esos últimos minutos de cada muerte suya que la posibilidad de volver a la vida para repetir una a una cada milésima de todos los segundos previos a cada muerte suya.
La muerte de Atilio Forlán sucedía invariablemente a la misma hora, en el mismo lugar.
El comienzo de la tragedia lo encontraba al volante de su Chevrolet 57, transitando un camino sinuoso, abierto como a hachazos en la ladera rocosa y colgando sobre un oscuro lago ubicado en algún punto entre Esquel y Cholila.
Las condiciones del lugar eran exactamente propicias para una muerte. Siempre las mismas cada vez: ripio y tierra el camino, barro helado de tanto en tanto, nevisca sucia sobre los cristales del vehículo; el viento omnipresente y el día que se llevaba consigo las últimas luces.
Atilio Forlán sabía que su muerte nacía de un error de orientación. Un desvío incorrecto acababa por llevarlo inefable a su destino de cadáver.
Imposibles de hallar carteles indicadores en ese camino -si los había-, en medio de aquella tormenta que transformaba su entorno en un gigantesco telón de palidez premonitoria.
Algo que parecía una huella...; tal vez aquél pueda ser el mojón...; acaso éste sea el árbol antes de la curva...
Nunca encontró el camino correcto, pero siempre, con infinita precisión, Atilio Forlán terminaba en el fondo de aquél cañadón con la Chevrolet 57 partida en dos sobre su cuerpo. Su cuerpo también partido.
Sólo la nieve apretada contra sus sienes le permitía sentir el pulso caliente de su sangre, cada vez más lento, leve, susurrante, hasta que sus pensamientos se convertían simplemente en frío.
Con rara puntualidad el estruendo del subterráneo saliendo por la boca del túnel resucitó a Tomás Infante que permanecía al borde del andén, apoyando su mirada sobre los rieles húmedos y engrasados, su abrigo colgando del brazo en que también cargaba el maletín, y en su otra mano el paraguas cerrado como un cormorán negro y de incomprensible destino, permanecía cerrado en su otra mano, a pesar de la lluvia que transpiraba la ciudad algunos metros más arriba, sobre la superficie, con rumor de multitudes sólo acallado por la estrepitosa aparición del convoy.
No era él quien ingresaba en el vagón del subterráneo, sino el recuerdo de su cadáver. La sofocación y el traqueteo lo devolvían a esa presunción de la vida. Con la sola certeza de que todo volvería a comenzar mañana al cabo de otra jornada de trabajo.
Cada día el escenario parecía “atrezzado” para su muerte, y como un actor resignado a la rutina, Tomás Infante representaba la tragedia sin oponer resistencia, advirtiendo quizá que el final de aquella historia se hallaba escrito en tinta indeleble.
Descendía las escaleras en la estación San José , y dejando atrás los molinetes llegaba hasta el andén -maldita sea la hora- vacío como de costumbre. Sus pasos, más tarde o más temprano, lo abandonaban en un extremo de la estación, donde comienza el túnel por el que llegará el convoy de vagones, chirriante, veloz, larva voraz.
Allí se quedaba esperando su tren, tieso sobre el borde. La fatiga del trabajo le amortajaba los ojos y el rumor lejano de la superficie, completaba la metamorfosis.
El fatigado motor de la Chevrolet 57 ocupaba ahora todo el silencio que Atilio Forlán cedía en su afanosa concentración para no errar el camino esta vez.
Como en cada ocasión, se aferraba al volante avanzando muy lentamente por el cerrado camino del invierno sureño. Los faros de la Chevrolet encendidos apenas herían la nevisca, los ojos atentos para no perder la escasa huella que aún podía verse bajo el manto de nieve. Porque Atilio Forlán no quería seguir muriendo.
“- ¡Ahí!, ¡Ese es!, ¡Ese tiene que se el desvío!”.
Un giro a la izquierda. Pocos metros avanzando despacio...
Pero no. El blanco de la nieve se vuelve en negro de abismo y otra vez a rodar hacia el fondo del cañadón, para quedar con su Chevrolet 57 partida en dos sobre su cuerpo. Su cuerpo también partido.
Resulta extraño, pero no hay dolor. El fastidio surge antes, ya que ni siquiera la ira tiene lugar cuando se ha muerto tantas veces. De nada sirve preguntarse "¿por qué otra vez?". Es más urgente explicarse cómo evitarlo.
No hay dolor, es cierto, pero en medio del frio y de la nieve que se comprime contra su rostro, cierta humedad cálida y dulzona le permite adivinar sangre brotando en alguna parte de su cuerpo.
Aun sin proponérselo, arribaron a su confusión imágenes previas al desbarrancarse. Imágenes amables de una mujer como querida que le hablaba apoyada en la puerta de su Chevrolet, mientras unos niños, que podrían ser dos o tres corrían a su alrededor jugando con el frío que él querría evitarles; y los despedía haciendo sonar la estridente bocina de su Chevrolet.
La luz de su recuerdo era una luz gris y la mano que se acercó al rostro de aquella mujer, y que debió ser su mano, también le pareció gris.
Nunca antes en sus otras muertes había tenido estos recuerdos. Siempre la vida se le apagaba en los primeros minutos. Acaso -pensó entonces- no fuera ésta una más de sus muertes. Por el contrario, se dijo, esta vez podría resistir y evitar su sino trágico. Esto despertó en Atilio Forlán esperanzas innesesarias: porque aquella -estaba escrito- debía ser su muerte última.
No alcanzaba a comprender si estaba totalmente dentro o totalmente fuera de su Chevrolet, pero aún en medio de la oscuridad percibió que el volante y otras partes de su vehículo se encontraban cerca de su mano pero no lo suficiente como para asirse de ellas.
Vanamente esperanzado, buscó mantener su mente ocupada mientras encontraba la forma de liberar su cuerpo atrapado bajo la Chevrolet 57. Intentando evocar el rostro de aquella mujer halló el del hombre que lo ayudó en el almacén de Esquel a cargar vicios y otros viveres en la camioneta para regresar luego a la soledad del paraje en que habitaba. Con él habían comentado sobre el estado del camino, pero alguna razón incomprensible le obligó a mantenerse optimista. Luego no pudo evitar su pánico al comprender que la mujer que lo esperaba junto a los hijos era la suya. Y que ellos quedaban solos, siempre después de cada muerte suya.
Como nunca, percibió los olores del bosque; el crujir de los cipreses agitados por el viento y al viento desmelenándose de nieve en todas partes.
Por un momento creyó escuchar un sonido como de agua. Supuso estar cerca del lago y supuso escuchar las olas agitadas por la tormenta. Volvió a concentrarse en otros rostros pero el sonido regresó con insistencia como si una ola rompiera más cerca, y rodara más largamente. Esta vez prestó atención. Podría ser útil saber qué distancia lo separaba del lago y deducir entonces una probable ubicación.
No quería especular con ello, pero cada nuevo pensamiento, acrecentaba un poco más la esperanza de torcer su destino de muerto a perpetuidad.
El murmullo regesó ahora con mayor precisión. No. No se trabata de una ola; no eran siquiera ruidos de agua... Aquello era un motor.
Atilio Forlán quiso levantar su cabeza pero un dolor punzante le iluminó los ojos sin que pudiera abrirlos y soltó un alarido. No se permitió desfallecer sin embargo.
Si en verdad aquello era un vehículo que se acercaba, él debía llamar su atención. No le preocupó que por momentos se oyera nada más que el viento. Seguramente las laderas de los cerros impedían que aquél motor pudiera escucharse con claridad.
Confirmando su razonamiento, el dificultoso ronronear de un motor volvió a escucharse, pero esta vez sin dar lugar a dudas.
Venciendo al dolor, Atilio Forlán consigue girar su cabeza en dirección al sonido. Sus ojos apenas entreabiertos perciben un haz de luz allá arriba del barranco, que se desplaza iluminado lentamente rocas y árboles, y lentamente pasa devolviéndolos a la oscuridad.
Atilio Forlán sabe que tiene una única oportunidad. Su mano busca a tientas la bocina de la Chevrolet pero no la alcanza. Nuevamente el dolor lo deja al borde de la locura, pero no debe detenerse pues esa bocina puede ser su salvación.
Logra deplazarse unos centímetros y le parece que el cuerpo se ha separado en dos mitades. Aún debe hacer un nuevo intento para alcanzar la bocina y deberá usar sus pies para impulsarse. El ruido del motor se aproxima y su cuerpo debe estirarse un poco más. La bocina está allí a pocos milímetros de sus dedos. Consigue mover un pie vital y con él impulsar su cuerpo en un envión desesperado y sin regreso hasta alcanzar la bocina... ya está, ya casi lo consigue. Todo es sonido y estruendo.
El motor que se acerca es implacable, veloz, chirriante. La bocina es una bocina y es una humanidad de gritos a un tiempo. La oscuridad del cañadón no es tal ahora, sino las luces cegadoras del subterráneo que se le viene encima.
La mano de Atilio Forlán no se aferra ya a la bocina; ahora es el paraguas que Tomás Infante agita con desesperación buscando recuperar el equilibrio perdido al borde del andén.
Pero aquél impulso de su pie vital ya no tiene regreso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario